CORTO Y CONFICCIÓN

Omar Muharib

24 septiembre, 2004

Carta de amor de un superhéroe a un hada

Querida hada, hermosa nana me has cantado, y aunque estoy hecho una piltrafa de no dormir lo suficiente siento que me nace el deseo de contestar a tu presencia oportuna, a tus besos descalzos y al roce de tu piel que me es dado imaginar. He sentido, aunque no lo creas, tu pecho contra el mío, y he visto brillar tus ojos en las sombras, he cogido tus muñecas y sumergido mi cara en el aroma tenue del mar de tu cabello. Naufragué por fin entre latidos, y sentí deseos de llorar, o de reirme a gritos, de abrazar a los desconocidos y dar lo que queda de mi pobreza a los pobres, de fundar una ONG que reparta hadas entre todos los solitarios de la ciudad, para que estos a su vez, canten y silben por las calles, buscando desconocidos a quienes abrazar. Surgió un mundo perfecto de la nana y los corderos y de escuchar "duerme mi amor", que nunca lo había oído. Tejí con esa frase una capa y me fui a volar por la ciudad, flotando sobre las alcobas y los que ya no se aman; para todos tuve un poco de mi pena, para todos tuve el gesto comprensivo que solo es estandarte de los superhéroes que nacieron de una frase como esas. Van por el mundo con el gesto sereno, y una sonrisa transparente les revela la felicidad en ciernes, que les crece sin raíces sobre las ilusiones.
Soy Superman, El Zorro, El Chapulín Colorado, y llevo en mi pecho el emblema del tuyo .

23 septiembre, 2004

Escribir

A veces me pregunto si sería prudente destinar parte de mis escasas energías a la escritura. No me refiero a esta válvula liberadora que me hace escribir cartas a mis parientes y amigos sino, a otro nivel; aspirar a competir con gente ilustrada por la atención de un público sobrado de tiempo y de dinero como para pagar por leer lo que otros escriben. Aún para mi escaso entendimiento es obvio que los niveles de lectura son diversos y que, según diría mi madre: " nunca falta un roto para un descosido" o algo por el estilo .

Mi admiración por escritores de talento no resulta impedimento para pensar, a veces seriamente, en buscar el reconocimiento y el dinero de los demás para mi manutención. Existen sin embargo, innumerables impedimentos para el desarrollo de una imparable carrera literaria a saber:

- Una evidente incapacidad para mantener el interés por aquellas tareas que comienzo con un entusiasmo indescriptible.

- Un desconocimiento profundo del alma humana, ya que me he pasado la mayor parte de mi vida mirándome el ombligo.

- Una escasez de talento preocupante para alguien que pretende captar la atención de los que deciden quién escribe y quién vende hamburguesas.

Podría seguir durante largo rato enumerando inconvenientes para una vida profesional exitosa; pero voy a resumir las desventajas en una vital. No tengo absolutamente ninguna confianza en mis posibilidades y me resulta impensable estar defendiendo mi trabajo frente a la menor adversidad. Hay por ahí cretinos maravillosos que no tienen nada que decir, pero se les ve tan convencidos, que uno es incapaz de sustraerse a presenciar su numerito y aplaudir aunque sea con desgana para honrar tanta fe en sí mismo.

22 septiembre, 2004

Kamikazes

Éramos un grupo de pequeños desharrapados camuflados tras la uniformidad que da a los seres humanos un bañador en la piscina. Formábamos parte de una sociedad secretísima que se llamaba "Los Kamikaze". Nos distinguíamos de los no iniciados, por un discreto botón de metal con un ancla en relieve cosido a la cintura de nuestros heterogéneos "uniformes" . La sociedad no podía aceptar nuevos adeptos porque, la casaca del marino que la había hecho posible, tenía los botones que tenía, ni uno más. Por eso, el día que "el birola", como llamábamos a los que usaban gafas, perdió la suya, hubo un conciliábulo en el que se trataba de su pertenencia futura a la secta. El más acérrimo defensor de la norma automática de expulsión era "el batata", que había sido rechazado como pretendiente por Moniquita, la hermana del Birola. A mi vez yo, que estaba perdidamente enamorado de ella, me erigí en paladín de la tolerancia y la flexibilidad de las normas.
La actividad de los Kamikaze era variada, consistía en zambullirse buscando una trayectoria precisa que permitiera al torpedo humano, tomar contacto con las nalgas de una bañista elegida, robar gafas de sol o las zapatillas de los desprevenidos. Mi argumento esencial, consistía en que el Birola tenía un aspecto tan inofensivo que se convertía a menudo en una pieza clave en nuestras correrías. No sé si era el amor lo que me daba aquella dosis extra de locuacidad y astucia, la cuestión es que mis argumentos parecían más sólidos que los del despechado Batata, que finalmente, prometió cejar en su empeño, previo paso a una prueba de aptitud que debería pasar el reo. La prueba consistía en que el grupo de los Kamikaze, se pondría de cara a la pared del estadio que había en nuestro barrio y en una meada simultánea, debería dejar la marca de un listón a superar o al menos igualar, al campeón de tan singular torneo. El pobre Birola tenía un handicap añadido, era el más bajito; y si bien varios de los Kamikaze antepusimos el afecto y la hombría de bien a la prueba de nuestra potencia en la micción, el Batata, que era el único que conocía el secreto de la erección voluntaria, llegó a unas cotas que no pudimos menos que admirar. El Birola estaba perdido, varios le palmeamos la espalda cuando fué despacito a enfrentarse con su destino; aquella marca destacada, que le superaba en altura, era el reto a batir. Se puso en posición, y en un alarde de conocimiento de las leyes de la física apuntó su mínimo aspersorio al cielo de Febrero; el silencio era tenso, y varios de nosotros teníamos los dedos del alma cruzados, solo el Batata mantenía un aire burlón y de suficiencia. En un momento, preocupado quizás por la demora del géiser que necesitaba, miró hacia abajo, y aquel chorro voluntarioso se estrelló contra su cara. Todos nos reímos, pero cuando se dio la vuelta y vimos sus gafas chorreando, y sus ojos inundados por otra sustancia que no era sino la manifestación de su vergüenza, pararon casi todas las risas.
El Batata se doblaba, se erguía, lo señalaba y se volvía a doblar en una risa exagerada y forzada. Era más fuerte que yo, pero el amor me guiaba cuando en una de sus flexiones le metí una vengadora patada en el culo. Se le cortó la risa de repente y se abalanzó contra mí, pero por el camino lo frenó el imperioso volumen del gordo Coki (con él no se jugaba) quien después de dos tremendos empujones y con hielo en la mirada le dijo: "No te quiero ver más en la piscina". Había nacido la cortesía parlamentaria.

20 septiembre, 2004

Sr. Juez

Sr Juez: ..... Así empezaban su última carta los que tomaban una resolución extrema. En mi caso lo hago para justificar ante un hipotético magistrado mis faltas a las normas. Pero es que a veces, Sr Juez, estas están pensadas para una realidad que ya no existe. No se le puede exigir a la tierra que dé más, cuando está agotada.
Supervivientes, eso somos los que pagamos el bienestar y no podemos contar con él porque, Sr. Juez, en eso nos hemos convertido, y hacemos trampas, a veces hasta con conducta cívica. No voy a darle detalles, que quizás a Ud. se le hayan escapado. Somos honrados ciudadanos, hasta donde podemos, limpios y de una urbanidad intachable, nunca montamos un número ni damos malos ejemplos en la difícil entelequia que es la vida en común. Salvamos la calderilla para poder educar a nuestros hijos y mantener ágil la rueda del consumo. Los verdaderos malos de esta película son otros Sr. Juez, pero nunca salen en los títulos de crédito. Buenas noches.

19 septiembre, 2004

Obamba

Desde la otra orilla del sueño me trae Obamba. Mientras rema pausadamente me habla con su sonrisa; una paz inmensa me ha crecido dentro, por fin lo entiendo todo. ¡Todo es tan hermoso !, este lago en calma, la presencia de este dios negro, gordo y bonachón protegiéndome de la incertidumbre.
Me dejó en mi cama, o al menos allí amanecí, con la horrible certeza de que los dioses nos dan a todos, el conocimiento de los secretos, pero también la capacidad de olvidarlos.

18 septiembre, 2004

Sopa de Bambú

Siento como lentamente, el vacío se va instalando en mí; reconozco que por una vez lo he buscado. He tenido temor de sentirme bien y sentir la caída inevitable como una tragedia; he huído cobardemente de la posibilidad de seguir creyéndome vivo, de alimentar los lazos que pudieran comprometer mis energías cuando ya no las tenga. He saltado con los ojos abiertos a una vida oscura que conozco de sobra, donde me muevo con paso cansado, como quien sabe del camino que no lleva a ningún lugar y por ello no tiene prisa.
Quisiera creer que por una vez he dejado de lado el egoísmo consuetudinario en el que me he forjado y he sido capaz de algo noble, pero algo en mí no se lo termina de creer y me mira recriminatoriamente, aludiendo a razones menos loables. Este ser misterioso que me juzga, me hace soñar con claves complejas, estimando mi capacidad de especulación teórica con un optimismo que me halaga, pero al que, en el fondo, no me siento legítimo acreedor.
He soñado con seres de mi infancia, que guardaban cama debido a una misteriosa enfermedad; les veía con sus platos humeantes de una sopa extraña, de la que salían unos tallos que se mantenían erguidos gracias a su condición onírica.
_Es bambú, dije apelando a mis rudimentarios conocimientos de la botánica de los sueños; y en el silencio, aquellos seres lejanos me dieron a entender que mis palabras, y mis ínfulas de sabidillo, no tenían ningún valor si no eran capaces de curar.

14 septiembre, 2004

Duquesa

La frase, con la avidez de un perro, se me quedó grabada. No sé realmente como es la avidez de los perros, pero puedo entender la figura. Recuerdo esos perros viejos que se relamen ante la presencia de una perra en celo. Que sin el menor pudor ni calibre de los riesgos, arremeten contra el aroma autoritario con que la naturaleza ha adornado a las hembras en hora de merecer. Entre tanto, el dueño de la perrita corre de aquí para allá con la inútil correa en la mano, intentando silbar una llamada destinada a ser desobedecida.
¡ Merdición ! grita el burlado dueño de Duquesa casi sin resuello, cuando vé a su joyita a punto de ser abordada por un chucho infecto pero con sentido de la oportunidad. A una distancia de unos cien metros intenta un nuevo silbidito: fiuffff..fffff, convencido de que, escaso de aliento, no llegará a tiempo de impedir el desastre. La imagen de una Duquesa exultante y saltarina ante el vagabundo le recuerda a su esposa sonriente y solícita cuando decide que llegó el momento en que no le duele la cabeza. Lo sabe, no hay escapatoria... ffffff...fffff...¡ Duquesa !, ..tu puta madre.
Mientras ve al desharrapado aprisionar la cinturita de avispa de la remolona, observa desalentado a la perrita haciéndose la distraída, camina sin prisas, sabe que esto llevará su tiempo.


13 septiembre, 2004

Memorándum

Soy quien soy, y no tengo la menor idea acerca de adonde voy. Me dejo llevar por un piloto automático que ya ha dejado claro que no es de fiar. Acepto con una resignación malsana lo que me imponen otras voluntades. No quiero dar un espectáculo. Siempre fuí capaz de dejarme atropellar por un autobús antes que ejecutar una pirueta ridícula para evitarlo. Mi corazón es débil, por eso pare un amor lisiado, donde hay más culpa que gozo; pero la culpa es un sentimiento noble, que me enseñó a desconfiar de quienes nunca la sienten. Si hasta mi egoísmo no es de pura cepa. Hoy no hay flores adornando las esquinas, frases cortas y concisas…, que esto es un memorándum.

10 septiembre, 2004

Kodama

La única vez que tuve un encuentro con un Kodama fué en un paseo por La Pedriza un gélido Invierno años atrás. Al principio se ocultó de mí, pero al notar que yo era realmente inofensivo, se acercó vencido por la innata curiosidad de estas criaturas. Fué una doble alegría, saber que su presencia era un halago que constataba la salud de aquellos bosques, repoblados con más urgencia que criterio, y también, la distinción que conmigo hacía el espíritu del bosque, me llenaba de un satisfecho orgullo; no sabía de nadie que hubiera visto uno en la sierra madrileña.
Fué bajo un melojo raquítico que se encontraron los dos mundos; me enseñó tantas cosas en un tiempo que me pareció muy corto, que no sé si me he olvidado de algunas, o utilizó un método pedagógico sui géneris de su especie que alcanzó conmigo altísimos niveles de éxito.
Hablamos de plantas y de nuestra nostalgia de las flores que se agazapaban bajo la tierra helada, de los misteriosos versos que acompañaban el canto del Manzanares niño al fluir entre las piedras. Me habló de aves desconocidas y yo le describí un Abejaruco, que él no había visto nunca; era encantador ver aquella carita semitransparente asombrada por mi encendido detallismo en la descripción del ave multicolor que prosperaba a orillas del Alberche. Pero lo que más me impresionó fue cuando me dijo: " si no tienes las fuerzas necesarias para cumplir tus deseos, debes tener la sabiduría suficiente para renunciar a tenerlos". Nunca hubiera creído que estos duendecillos de los bosques, tuvieran necesidad de preocuparse por estas cuestiones de corte sociológico, pero decidí no obstante apuntar su consejo.

05 septiembre, 2004

Víctor

Te recuerdo querida Rita, con el gesto de dolor, los ojos ya sin lágrimas en un cara congestionada y desencajada por la pena, con un pañuelo en la cabeza para completar el panorama de tu tragedia interior, que quería ser exterior. Fué mi primer contacto con la desolación, verte en aquel bosque, que para mi representaba la vida, vagando con el aire ausente, en un autoabrazo con que intentabas sin éxito liberarte de un frío que no existía mas que dentro de tí. Hasta tu abrigo marrón era triste en aquella Primavera avanzada.
El se llamaba Victor, fumaba en pipa y tenía una voz contundente, segura; como quien sabe de qué y a quienes está hablando, pero me olía a fraude, o lo hace ahora a la distancia y mi mente se confunde. De cabello rubio, alto y soberbio, era sin embargo otro su rasgo más distintivo, le faltaba un brazo. Te había abandonado, habías sido solo una escala en su vida de hombre que tenía que demostrar algo todo el tiempo; eras solo un eslabón en su cadena de "yo soy capaz", y tú buscabas un puerto seguro a tu soledad creciente. Te recuerdo querida Rita cuando nos enseñaste que no solo eras divertida y cariñosa, cuando quedó a descubierto la vulnerabilidad de tu corazón colgando del miedo al futuro. Tan honda era tu congoja, tan imponente tu pesadumbre que sentía ofensiva mi presencia de niño a tu lado, yo no extrañaba a aquel fanfarrón y temía se me notara . Yo te quería, y no hubiese hecho nada que aumentara tu tormento, aunque no lo entendiera.
Ahora, despues de haber atravesado todos mis bosques, toda la tierra ensangrentada de desventuras, con el rictus amargo de quien se niega el llanto, con tu abrigo marrón en el alma, te recuerdo, y te busco para abrazarte por aquel día en que no lo hice, aunque de nada hubiera servido y lo sé, pero no me perdono tu tristeza … ni la mía . Ahora que entiendo la soledad, que sé que cada sueño que se pierde es un golpe de remo vigoroso hacia el abismo, ahora que conozco la baraja con la que jugamos y ya no juzgo a la ligera a los fanfarrones que fuman en pipa, ni a las mujercitas tristes que por ellos se consumen, te busco, para ofrecerte mi consuelo inútil y tardío , porque sé que tú harías lo mismo, de poder verme instalado en mi desasosiego y me contarías un chiste tonto imitando la voz de un extranjero.

In memoriam Rita G.

04 septiembre, 2004

El quinto gol

Rody Zanellato corre por la banda derecha, nadie le sigue. Todos saben que es inofensivo, que seguramente saldrá por la línea de fondo con balón incluído o pisará este haciendo que caiga pesadamente su cuerpo desgarbado con una ampulosidad y ridiculez que le son propias. Nada de esto ocurre; consigue enviar "el cuero" sobre el área ante el asombro de la defensa contraria y la delantera propia, que conociéndole, no le había acompañado y se tomaba un respiro. Tan solo yo había acompañado su jugada inexplicablemente, y digo inexplicablemente, porque al igual que el resto, no esperaba otra cosa que verle cometer una nueva torpeza. Caía la pelota lentamente, como recreándose en ese milagro que seguramente jamás volvería a ocurrir. Ante el portero asombrado consigo saltar a una altura desconocida por mí debido a mi baja estatura, (y es que a los milagros no les gusta salir solos), y conecto un limpio remate de cabeza que entra rozando el travesaño.
Me he pasado la vida buscando la gloria; supongo que era eso, lo que sucedió esa tarde lejana.
Ella tenía 19 años, baja y un poco gruesa, no era lo que podría describirse como una bella muchacha; pero en aquel entonces, tenía yo 16 años, no podía resistirme al impulso de las emociones. No estaba mi alma contaminada por patrones estéticos; mi corazón y mis ojos gozaban de una independencia que no he logrado reeditar. Estaba enamorado de ella.
Asistíamos a la misma clase de un colegio nocturno; creo que todo lo hacía por ella, si estudiaba las lecciones o no lo hacía, si acudía a clase o dejaba de hacerlo. Recuerdo que, desesperado por su indiferencia dejé de asistir a la escuela una semana completa y algunos días de la siguiente, con la única intención de que ella pudiera pensar que me había ocurrido algo grave. Fué muy trabajosa aquella locura, una complicada operación secreta de la que el mundo, que siempre se hizo el desentendido, recién ahora tomará conocimiento, y que me mantuvo muchos días de un crudo invierno, deambulando por la ciudad entre las 18,30 y las
23 Hs. Helado, sin posibilidad siquiera de refugiarme en un bar, ya que el único dinero del que disponía era el precio exacto del billete de autobús. Inconvenientes que tiene la pobreza para una buena intriga. Lo más doloroso de aquella ausencia fué no jugar el partido del sábado con el equipo de la clase. Ella estaría allí, pero sin gritar ni reir como siempre hacía; con el semblante oscuro y los ojos ocultos por gafas de sol, seguiría el juego sin entender lo que veía, sin que nadie se jugara un tobillo por ella. Creía verla inmóvil, con los labios apretados; sus manos se enlazaban fuertemente, moradas por el frío. Claro, pensaba que yo me había muerto y se desesperaba; bajaba la cabeza, y al levantarla, dos ríos grises surcaban sus mejillas. Se puso de pié, y lentamente se alejó del campo de juego y las voces que la llamaban.
Buscaría mi tumba para llorar sobre ella, habría de maldecir hasta el infinito haber prolongado su juego de indiferencia. Lloraría sobre su cama , rodeada de los billetes que le escribía en clase, dejaría la escuela, a su novio; rompería con el mundo.
Terminó el disco; Roberta Flack acababa de cantar: " Matándome suavemente con su canción" y mi alma se había quedado vacía tras aquella ensoñación trágica. El dependiente de la casa de discos me dijo que iban a cerrar, …que si llevaba el disco. Dije que no con la cabeza y volví al frío.
El Martes a mediodía sonó el teléfono, era Rosa. Intenté un tono de abatimiento y le dije en voz baja (por si lo oía mi madre) que no pensaba volver al colegio. Insistió en verme esa misma tarde ante mi primera y última negativa; sus palabras eran entre seductoras e imperativas y no pude negarme, además el jueguito se ponía peligroso por la cantidad de ausencias injustificadas.
No recuerdo muy bien nuestra conversación aquella tarde, yo simulaba una crisis existencial sin atreverme a confesar los verdaderos móviles de mi actitud. Es evidente que ella comprendió la situación porque me vendió la lógica de una madre, envuelta en una remota promesa-esperanza que solo yo podía ver. Me dijo que esa tarde no iría a clase; me alegré y le propuse pasar la tarde juntos. Se negó, adujo que tenía mucho trabajo por hacer y me hizo prometerle que nos veríamos en clase al día siguiente. Me pagó con un beso más cerca de los labios de lo que era habitual.
El miércoles, reaparecí con un importante caudal de mentiras y justificaciones, catalogadas precisamente según fueran para profesores o compañeros. Ella lo hizo con la prueba de amor más entrañable que habría de recibir de alguna mujer: más de una semana de apuntes de 8 materias diferentes que seguramente había copiado la tarde-noche anterior. Ese día, y sin dejar de estar enamorado de ella, comencé a quererla. Prometí pagarle el sábado siguiente; la cogí de la mano, por primera y última vez y le dije que haría cinco goles para ella.
Los apuntes del martes, los copiamos juntos de Raquel Lancha, (de quien me enamoraría el curso siguiente). Fué una hora maravillosa, sentados juntos con nuestros brazos rozándose y mirándonos cada tanto con sonrisas cómplices. Pasaron sin novedad los dos días siguientes y llegó el sábado. Son vagos los recuerdos de aquel día en que viví la felicidad como un premio inmerecido pero en el momento preciso; no tengo muy presentes los cuatro anteriores, pero aquel quinto gol no se borrará jamás de mi memoria. Lo festejé como un poseído. Nadie entendía muy bien que un jugador de un equipo que ganaba por 11 a 3 , corriera con los ojos fuera de las órbitas, a abrazarse con otra endemoniada del público que saltaba y gritaba con dos ríos grises en las mejillas.

A Rosa Antonio