22 septiembre, 2004

Kamikazes

Éramos un grupo de pequeños desharrapados camuflados tras la uniformidad que da a los seres humanos un bañador en la piscina. Formábamos parte de una sociedad secretísima que se llamaba "Los Kamikaze". Nos distinguíamos de los no iniciados, por un discreto botón de metal con un ancla en relieve cosido a la cintura de nuestros heterogéneos "uniformes" . La sociedad no podía aceptar nuevos adeptos porque, la casaca del marino que la había hecho posible, tenía los botones que tenía, ni uno más. Por eso, el día que "el birola", como llamábamos a los que usaban gafas, perdió la suya, hubo un conciliábulo en el que se trataba de su pertenencia futura a la secta. El más acérrimo defensor de la norma automática de expulsión era "el batata", que había sido rechazado como pretendiente por Moniquita, la hermana del Birola. A mi vez yo, que estaba perdidamente enamorado de ella, me erigí en paladín de la tolerancia y la flexibilidad de las normas.
La actividad de los Kamikaze era variada, consistía en zambullirse buscando una trayectoria precisa que permitiera al torpedo humano, tomar contacto con las nalgas de una bañista elegida, robar gafas de sol o las zapatillas de los desprevenidos. Mi argumento esencial, consistía en que el Birola tenía un aspecto tan inofensivo que se convertía a menudo en una pieza clave en nuestras correrías. No sé si era el amor lo que me daba aquella dosis extra de locuacidad y astucia, la cuestión es que mis argumentos parecían más sólidos que los del despechado Batata, que finalmente, prometió cejar en su empeño, previo paso a una prueba de aptitud que debería pasar el reo. La prueba consistía en que el grupo de los Kamikaze, se pondría de cara a la pared del estadio que había en nuestro barrio y en una meada simultánea, debería dejar la marca de un listón a superar o al menos igualar, al campeón de tan singular torneo. El pobre Birola tenía un handicap añadido, era el más bajito; y si bien varios de los Kamikaze antepusimos el afecto y la hombría de bien a la prueba de nuestra potencia en la micción, el Batata, que era el único que conocía el secreto de la erección voluntaria, llegó a unas cotas que no pudimos menos que admirar. El Birola estaba perdido, varios le palmeamos la espalda cuando fué despacito a enfrentarse con su destino; aquella marca destacada, que le superaba en altura, era el reto a batir. Se puso en posición, y en un alarde de conocimiento de las leyes de la física apuntó su mínimo aspersorio al cielo de Febrero; el silencio era tenso, y varios de nosotros teníamos los dedos del alma cruzados, solo el Batata mantenía un aire burlón y de suficiencia. En un momento, preocupado quizás por la demora del géiser que necesitaba, miró hacia abajo, y aquel chorro voluntarioso se estrelló contra su cara. Todos nos reímos, pero cuando se dio la vuelta y vimos sus gafas chorreando, y sus ojos inundados por otra sustancia que no era sino la manifestación de su vergüenza, pararon casi todas las risas.
El Batata se doblaba, se erguía, lo señalaba y se volvía a doblar en una risa exagerada y forzada. Era más fuerte que yo, pero el amor me guiaba cuando en una de sus flexiones le metí una vengadora patada en el culo. Se le cortó la risa de repente y se abalanzó contra mí, pero por el camino lo frenó el imperioso volumen del gordo Coki (con él no se jugaba) quien después de dos tremendos empujones y con hielo en la mirada le dijo: "No te quiero ver más en la piscina". Había nacido la cortesía parlamentaria.