CORTO Y CONFICCIÓN

Omar Muharib

23 junio, 2005

Hoy toca luna

A. me recordó que esta noche habría una luna especial; seguramente habré visto muchas de esas, es una de las pocas ventajas de tener 80 años. Lo especial consiste en que esta vez lo anunciaron por radio y TV y ya sabéis que proclives somos a disfrutar las cosas simples cuando los medios nos lo sugieren. Además lo adornaron con cifras de impresionante precisión astronómica. Uno se siente más sabio, y más del rebaño cuando puede hablar de esto. Siempre quise pertenecer a algo.
Salí con mis prismáticos entre dos luces (cuando un venerable anciano calcula que es tiempo de satélites), ¡vaya timo!
Sentado en un banco de la plaza escuché a mujeres de mi edad hablando de muertes y enfermedades; ví, aburrido, evolucionar enloquecidamente una cuadrilla de murciélagos ordeñando el cielo sin luna. Terminé preguntándome porqué no averigüé el horario, o cuando empezaría yo a hablar como las señoras: Laroxetina, Muzalpan y Tanatorio, palabras musicales que sin embargo rinden vasallaje a historias luctuosas. Recordé como en la antigüedad existía un derecho de los señores a recibir tributo de los muertos, en forma de alhaja u otro bien. Ni al morir nos librábamos. Algo hemos mejorado, nuestra servidumbre se ha dulcificado y ahora pagamos todo en vida; y hasta en veintidós de Junio nos invitan a ver la luna. En todo esto pensé, pero me terminó por dar hambre y subí a cenar, y a enterarme por el telediario, qué hay que hacer mañana.

19 junio, 2005

El hombre de piedra

El hombre de piedra se me apareció por primera vez en sueños; mi marido me había abandonado y estaba a punto de perder mi empleo. Solía llorar por las noches, pero no me libraba de episodios de llanto compulsivo a cualquier hora y en cualquier lugar. Recuerdo incluso haber llorado películas enteras, a las que había acudido para animarme. También lloraba en aquel sueño; metida en mi bañera antigua, se nublaban mis ojos por las lágrimas. Luchaba por salir del agua roja, pero esta parecía haberse solidificado en torno a mí. Sentí esto como una alegoría contra la que debería oponer las fuerzas restantes, y me incorporé en un último esfuerzo. Agotada frente a un mundo desenfocado y difuso, miraba las baldosas del suelo, donde acostumbraba de niña buscar imágenes sugeridas por la amalgama de piedras que lo formaban. Vi primero un ojo, y me asombré de no haber notado antes la presencia de esa forma caprichosa en el embaldosado; en un momento me pareció que parpadeaba, y mi corazón se detuvo. Enjugué mis lágrimas y volví a mirar; ahora eran dos los ojos, y comenzó a hacerse evidente su frente, luego su boca apretada y su nariz. Miraba con naturalidad, ya sin llanto, las operaciones que realizaba aquella criatura para liberarse del suelo. Finalmente pidió mi ayuda, sin hablar, simplemente extendió su mano hacia mí. No tuve miedo, cogí aquella mano áspera y tiré de él liberándolo. El hombre de piedra abrazó mi cuerpo desnudo, y sentí una paz dulce apoderarse de mí. No volví a llorar, ni a temer, ahora que sé que puedo generar mis propios dioses.

17 junio, 2005

Verano

Las veo pasar con la angustia clavada en la ubicua víscera que regula la lascivia. Ombligos, muslos, pantorrillas y pechos, ah…pechos pequeños y grandes, perfectos o mediocres, todos imanes de ojos ávidos, que en rápida inspección o pausado regodeo, son el punto ineludible a analizar de cualquier hembra (y no es mi deseo ser peyorativo) si esta se presenta de faz. Un rápido giro de cuello una vez que nos da la espalda para siempre, nos permitira -mientras elaboramos pequeñas pompas de baba- hacer 2 ó 3 recorridos con la vista desde los glúteos al talón de Aquiles y viceversa.
En caso de desplazarse uno en un vehículo, notará que las máquinas de todos los demás conductores, árboles, buzones y viandantes, conseguirán interponerse sucesivamente entre nosotros y nuestro objeto de estudio; hasta que la tía, (para que seguir con eufemismos) dobla en la esquina más próxima o debemos atender al ciudadano que nos requiere para los datos del seguro. El verano está muy bien para caminar solo por el bosque, oyendo el canto de los pájaros o darse un chapuzón en un arroyo solitario, lejos de turbadoras presencias. En la ciudad, en cambio, es una pequeña tortura a la que nos prestamos solícitos, o mejor, solitos, como estamos ante tanta barbarie de la carne ajena, siempre ajena.