19 junio, 2005

El hombre de piedra

El hombre de piedra se me apareció por primera vez en sueños; mi marido me había abandonado y estaba a punto de perder mi empleo. Solía llorar por las noches, pero no me libraba de episodios de llanto compulsivo a cualquier hora y en cualquier lugar. Recuerdo incluso haber llorado películas enteras, a las que había acudido para animarme. También lloraba en aquel sueño; metida en mi bañera antigua, se nublaban mis ojos por las lágrimas. Luchaba por salir del agua roja, pero esta parecía haberse solidificado en torno a mí. Sentí esto como una alegoría contra la que debería oponer las fuerzas restantes, y me incorporé en un último esfuerzo. Agotada frente a un mundo desenfocado y difuso, miraba las baldosas del suelo, donde acostumbraba de niña buscar imágenes sugeridas por la amalgama de piedras que lo formaban. Vi primero un ojo, y me asombré de no haber notado antes la presencia de esa forma caprichosa en el embaldosado; en un momento me pareció que parpadeaba, y mi corazón se detuvo. Enjugué mis lágrimas y volví a mirar; ahora eran dos los ojos, y comenzó a hacerse evidente su frente, luego su boca apretada y su nariz. Miraba con naturalidad, ya sin llanto, las operaciones que realizaba aquella criatura para liberarse del suelo. Finalmente pidió mi ayuda, sin hablar, simplemente extendió su mano hacia mí. No tuve miedo, cogí aquella mano áspera y tiré de él liberándolo. El hombre de piedra abrazó mi cuerpo desnudo, y sentí una paz dulce apoderarse de mí. No volví a llorar, ni a temer, ahora que sé que puedo generar mis propios dioses.