17 junio, 2005

Verano

Las veo pasar con la angustia clavada en la ubicua víscera que regula la lascivia. Ombligos, muslos, pantorrillas y pechos, ah…pechos pequeños y grandes, perfectos o mediocres, todos imanes de ojos ávidos, que en rápida inspección o pausado regodeo, son el punto ineludible a analizar de cualquier hembra (y no es mi deseo ser peyorativo) si esta se presenta de faz. Un rápido giro de cuello una vez que nos da la espalda para siempre, nos permitira -mientras elaboramos pequeñas pompas de baba- hacer 2 ó 3 recorridos con la vista desde los glúteos al talón de Aquiles y viceversa.
En caso de desplazarse uno en un vehículo, notará que las máquinas de todos los demás conductores, árboles, buzones y viandantes, conseguirán interponerse sucesivamente entre nosotros y nuestro objeto de estudio; hasta que la tía, (para que seguir con eufemismos) dobla en la esquina más próxima o debemos atender al ciudadano que nos requiere para los datos del seguro. El verano está muy bien para caminar solo por el bosque, oyendo el canto de los pájaros o darse un chapuzón en un arroyo solitario, lejos de turbadoras presencias. En la ciudad, en cambio, es una pequeña tortura a la que nos prestamos solícitos, o mejor, solitos, como estamos ante tanta barbarie de la carne ajena, siempre ajena.