19 abril, 2005

El beso del Homo Antecessor

En realidad no me gustaba, nunca me había gustado, pero el mundo había determinado que fuera mi novia. Mi noviazgo anterior había sido una experiencia confusa, en la que toda la relación con aquella niña (de la que he olvidado el nombre) se había basado en informaciones traídas y llevadas por una celestina pizpireta de ojos verdes llamada Liliana. Aquella morena sí me gustaba, pero nunca cruzamos palabra, si bien "oficialmente" nos habíamos aceptado el uno al otro. Un buen día se mudó, dejando mi corazón vacante y una nueva empresa para la infatigable Lily.
Adriana era una moza rellenita, de piel muy blanca y ojo gris (el otro era marrón), su falda escocesa tableada, su camisa blanca y su jersey verde no eran un uniforme de colegiala, eran su uniforme de niña pobre del suburbio; probablemente aquella ropa era la única decente que tenía y nunca se mostraba de otra forma. Hoy en día, parece inconcebible que la pobreza pudiera manifestarse en la escasez de atuendo, pero así era hace cuarenta años. La ropa circulaba reciclada entre hermanos hasta la extenuación de los tejidos, pero si no tenías hermanos estabas condenado a usar aquellas prendas que tenías, no hasta que estuvieran inservibles, sino hasta que pudieras hacerte con otras.
La tarde-noche en que besé sus labios (creo que fué la única vez), me pareció que eran de papel; aún hoy, una eternidad después, tengo nítida la sensación de aquella boca primera en la mía. No sé si cerré los ojos por un incipiente instinto adulto de suplantación o porque cuando fuí conciente de que aquellos labios se dirigían como un torpedo hacia los míos, decidí que aquella experiencia merecía el máximo de concentración. Quizás, mi modo de entender la sensualidad sería otra de haberme encontrado con una boca cálida y húmeda, pero eso vendría mucha ingenuidad después.
No me gustaba, pero era mi novia, así lo habían decidido otros con nuestra aquiescencia; aquello nos iniciaba en los confusos senderos que pretendían alejarnos de la infancia, con los pasos saltarines, viciados de niñez. Seguramente tampoco yo le gustaba, pero estaba disponible; una especie de "sparring"de las emociones a las que se aspiraba como una forma de estar en el mundo, no por necesidad alguna de corte afectivo o sexual.
De ser atado a un poste con los ojos cerrados,y obligado a desandar todos los besos que han recorrido mi vida, reconocería aquel beso entre millares; no por una cualidad especial que pudiera atribuírsele por ser el primer beso o chorradas por el estilo, sino porque aquellos labios de Invierno, heridos de líneas radiales, eran algo inesperado para mi concepción teórica de un beso.
Como huellas digitales en la escena del crimen, algunas sensaciones persisten involuntarias en la memoria de nuestras emociones; van más allá de los sentimientos por las personas, son marcas indelebles de la construcción de nuestra forma de recibir al mundo que se ofrecía en cada esquina.