05 abril, 2005

Los poetas (IV)

Pérez Ureña, que era un hombre sabio, no esperó siquiera que se apagara el sonido de la última letra de la frase; dicen algunos que estuvieron allí, que se puso de pié al acabar "estás", y se incorporó para ubicarse estratégicamente en el camino más corto que mediaba entre el furioso pintor y el inoportuno Vallejos que, sin saberlo, había pronunciado el único maleficio capaz de descontrolar totalmente al maltés.
Su furia vigorosa era capaz de razonar y apiadarse, así como discriminar entre amigos y desconocidos, siempre y cuando, esa combinación de palabras, no le tuviera por destinatario. Siquiera era capaz de tolerarla con un signo de interrogación al final. Perez Ureña lo sabía, pues había presenciado una desagradable situación entre un mecánico y el pintor, cuando aquel dijo las palabras mágicas, y un segundo después, el gigante, fuera de sí, levantó al infortunado con una mano, para arrojarlo contra un montón de caños de escape un par de metros a poniente. El estruendo fué grande; y la cara del mecánico parecía de mármol, pero de mármol de estatua, atendiendo a las características de: gesto paralizado, color y temperatura.
Giurastante, con la boca tensa y los ojos echando chispas, ya había lanzado la zarpa de acero hacia el cuello de Braulio cuando Pérez Ureña ganaba la posición; y fué inevitable que la manaza arrollara el rostro del mediador, haciendo volar sus gafas hasta enredarse titineando, entre las copas, botellas y ceniceros repletos. Los hermanos intentaron sujetar por los brazos al ofendido, pero este, se sacudió a ambos con un gesto ágil y violento. El último intento, a cargo de Baldomero Hernández, fué el que salvó la integridad de Vallejos, que ya estaba milagrosamente sobrio.