Ha venido a mí en la noche difusa, aquella otra lejana en la que maté a un hombre.
Nunca supe porqué lo hice, y a no ser por el silencio de aquel tipo que me vió hacerlo, mi vida habría sido bien diferente.
Habíamos bebido, y nuestro coche había sufrido un pinchazo mientras buscábamos un bar abierto en la isla de Santa Catarina.
João (así me dijo que se llamaba) levantó el "Fusca" con un gato para cambiar el neumático, y de borracho que estaba, dejó caer dos tuercas que rodaron, debido a la implacable ley de Murphy, hacia la parte más inaccesible debajo del vehículo. Se arrastró jurando con el torturante cigarro en su boca, y yo le di una patada al enclenque artefacto al que había confiado su vida.
Lo peor de todo es que no sentía miedo en esa noche de embriaguez con desconocidos.
No podían relacionarlo conmigo, lo había conocido un par de horas atrás a la salida de un bar de copas; llevaba en el maletero, todos los ingredientes para preparar el nocivo brebaje de los caipiras. Venía de Porto Alegre para recoger el coche debajo del cual perdió vida y recuerdos.
- Hizo Ud. bien - escuché a mis espaldas-, los gaúchos no son buena gente, matan luciérnagas para decorar el árbol de navidad.
Me fui con él y continuamos bebiendo en garitos increíbles hasta el mediodía siguiente; era un tipo raro, pero con una cualidad brutal para la diversión. Me invitó a mujeres y pagó todas las copas; me aseguró que no diría nada y me pidió a cambio que saliera durante la noche para cazar luciérnagas y se las llevara la noche siguiente a su hotel en Florianópolis.
No sé si fue miedo a aquel tipejo o a una necesidad imperiosa de alejarme del lugar en que conviven las luciérnagas y la Navidad, la cuestión es que esa noche volví a Buenos Aires, y de allí a Madrid.