15 septiembre, 2005

Coches

A veces pienso que me elevo sobre la ciudad y miro desde una altura enorme el desplazamiento de los miles de vehículos que, en ese hervidero en que se ha convertido Madrid, se mueven nerviosamente (unos más nerviosamente que otros). Me pregunto entonces hacia dónde va o de dónde viene cada uno. Unos conducen mientras echan cuentas pensando en la hipoteca y en el estudio de sus hijos, otros, que vienen de cometer un crimen piensan que posibilidades tienen de salir indemnes de la situación. Aquellos que se dirigen al lugar del futuro crimen también piensan en lo mismo. Desde mi imaginaria atalaya veo algunos coches que parecen latir: tun tun tun tun; son las discotecas rodantes de jóvenes y no tan jóvenes que padecerán sordera precoz cuando lleguen a mayores (si es que llegan). Veo también algunos brazos colgando fuera de la portezuela izquierda mientras imagino que con la derecha sujetan el teléfono, y me dan ganas de ofrecerles algo para leer. En ese río anónimo de la conducción son las actitudes miserables y la falta de atención las causas primigenias de la mayoría de las tragedias con olor a asfalto y gasolina.
Los hay que compiten con los demás conductores por una supremacía que no ofrece recompensa alguna, y sí castigos de lo más severos cuando el error de cálculo genera lo irreparable. Amparados en el anonimato y la posibilidad de fuga, unos son listos y valientes, otros vociferan e insultan. Todos, o casi todos, hacen que la vida parezca más fea de lo que en realidad es.