30 agosto, 2005

Platón, Melquíades y el ogro

Estoy en uno de esos sitios en que van los niños a celebrar su cumpleaños, escribo en mi portátil; es un lugar ruidoso como pocos, donde poder concentrarse es más un acto de taumaturgia que de voluntad. Me enfrento a una nueva situación, desagradable y triste. Me pregunto si seré capaz de llevar esta vida por mucho tiempo; la perspectiva es mala. Creo que me llevaré un niño a casa, para ocupar el hueco que dejó Platón.
Estar solo nuevamente se me antoja más penoso que cuando no tenía a Platón y sin embargo, muchas veces he demostrado poca paciencia con él y rehusado su compañía. Soy un tipo contradictorio y voluble, poco dotado para las demostraciones de afecto, y no consigo transmitir mas que un porcentaje reducido de mis emociones. En muchos casos, los demás creen percibir mi corazón cuando me fuerzo a mostrarles sentimientos fingidos. Tahur de la ternura por generosidad o interés, reservo para unos pocos mi verdadera esencia de desamor adquirido a golpe de fracasos. Es mi forma de querer, oscura y vacía, que hunde sus raíces en la pena de no ser quien me gustaría para aquellos que siento próximos.
La madre morena con la que incidentalmente entré a este sitio dijo que vendría su marido a buscar a Gaby, un niño que salta travieso entre las bolas de colores (no me gusta su nombre, mañana le llamaré de otra forma). Me escabullí fuera de la vista de los dueños del salón cuando la oí decir eso; no sé cómo puede mi mente ser tan ágil en momentos de tristeza como este. Si, hoy es un día aciago, he enterrado a mi perro Platón; mañana intentaré que Melquíades..sí, creo que le llamaré Melquíades, dé un poco de vida a la casa.