11 septiembre, 2005

Un viaje al pasado (IV)

En mi paseo por el blanco y nutrido cementerio, pude observar como se trenzaban hasta el infinito, media docena de apellidos entre los que tres de los míos eran de los más recurrentes. Todas las combinaciones posibles estaban allí, sobre aquellas lápidas y nichos, albergando aquellos antiguos y oscuros muertos, longevos en su gran mayoría, acompañados por jóvenes víctimas de la tragedia insoluble de la meningitis y otras enfermedades que han perdido en nuestros días su capacidad de matar. En la explanada del cementerio, como un balcón que mira a la parte baja del pueblo donde se encuentra la iglesia del siglo XVI, conversé largamente con un señor con el que no compartía ningún apellido, pero cuyos patronímicos pertenecían al selecto grupo de los reiterativos de esa parte del valle, y quizas deba decir que, por el aspecto de las lápidas, había algo de oligarquía difusa en aquella combinación de nombres. Este era uno de los pocos hombres que hablaba pausadamente y en voz baja, tal vez este detalle me haya sugerido también la idea de alcurnia. De manera casual, mi interlocutor me fué derivando a la charla con otros hombres, todos rondando en un sentido y otro los ochenta años, que se incorporaban poco a poco a aquella reunión que supongo diaria.