01 diciembre, 2004

Apocalipsis

Eran la una y veinte cuando vi caer una bola de fuego desde el cielo. Miré a los demás, pero nadie parecía haberla visto. Me dije a mí mismo que me enteraría más tarde, en el telediario, del lugar del impacto, pero tampoco nadie mencionó el asunto. Había sido todo tan claro que no pensaba en la posibilidad de una alucinación o un efecto óptico y me sentía el dueño de una información exclusiva y privilegiada que me daba una cierta ventaja a la hora del Apocalipsis que al parecer se fraguaba. Pobre gente; continuaban aspirando ingenuamente a un futuro mejor, preocupados por la bolsa y el campeonato de liga, el último cacharro digital y un todoterreno con GPS mientras sus esposas comentaban el último escandalete de un famosillo con titulín nobiliario que : " ¡a ver como terminaría…!" . Yo, que sabía como habría de terminar todo, para todos, caminaba altivo por las calles, como un dios resabiado y magnánimo. Aspirando el aire penúltimo del Otoño final. Nunca había pensado que el fin de la humanidad pudiera darme semejante gozo y paz interior. Me parecía un precio justo a pagar el que desaparecieran unos cuantos miles de buenas personas si en el embate final de la gran ola cósmica que se avecinaba, se perderían para siempre las enormes legiones de seres mezquinos que se habían adueñado de la tierra. No tenía la preocupación de salvarme y me preocupaba el que pudiera haber supervivientes y se repitiera el esquema dentro de un par de miles de años; y es que los dioses de segunda, tenemos un concepto serio y formal de lo definitivo. No aceptamos enmiendas a ningún juicio final y desconfiamos de las intenciones de los dioses de las altas jerarquías. No más muertes de pollos inocentes ni desprevenidos pulpos, no más corderos degollados ni ocas hepatotorturadas para alimentar a seres indignos y crueles, egoístas e insanos.
Eran las ocho y veinte cuando caí en la cuenta de que la señal era para mí, que todo seguiría igual ahí fuera pero se me daba la ocasión de no tener que presenciarlo ya más . Era el treinta de Noviembre. La coincidencia no podía ser fortuita, en este día, sesentainueve años atras, había muerto un escritor por el que siento una enorme admiración. Su torturado pensamiento, lúcido y profundo, había guiado los confusos pasos de mi espiritualidad y mis rudimentarios devaneos filosóficos hacia un callejón sin salida en los últimos años. Ahora, enfrentado a la disyuntiva de una vida de tedio o un final liberador, con el guiño de un personaje de mi galería de ídolos, me parecía una de las elecciones más sencillas de toda mi vida. Había que encontrar un medio poco ofensivo y generoso para con los funcionarios que tendrían que hacerse cargo de los despojos de mi decisión. Caminé pensando en ello durante un par de horas, y comenzó a preocuparme la idea de que a medianoche, se acabaría el plazo que me había sido concedido para que no se confundiera mi sacrificio con un vulgar suicidio. Mi caso no era el de un tipo lleno de deudas o desengaños, a quien las circunstancias pusieran en semejante trance. Mi partida debía ser un ritual privado, pero si yo mismo, no respetaba las cláusulas del contrato con mi universo interior, porqué pretendía que los de ahí fuera, respetaran las normas de una convivencia regida por la desacreditada lógica y el irrisorio concepto de respeto.
Para colmo, corría una brisa dulce y la temperatura era tan suave que daban ganas, no solo de quedarse un poco más, sino de hacer un viaje a la costa y sentir el aroma del mar.