29 noviembre, 2004

Otro

Como el agua del río, que nunca es la misma, así transcurre mi vida, aunque dé la apariencia de ser rutinaria. Aunque todo pretenda ser lo mismo, yo no lo soy. A cada instante que me alejo de mis recuerdos más queridos, me convierto en un extraño para el pasado. La pregunta es si yo, necesariamente, debo formar un todo con aquel que fuí. Cada día es un reto nuevo, y no siempre nos valen las herramientas con las que hemos sido diestros. Nos vemos entonces puestos a la tarea de modelar y modular lo que antes era solo el devenir; porque somos otro. Extranjeros del entusiasmo continuado, siquiera somos capaces de dormir con los dos ojos a un tiempo, mientras las prácticas mecánicas de lo obligatorio eclipsan el afán creador y el altruismo.
Uno de los encantos de ser adulto es no tener que soportar un corro de mujeres que declaman alabando tu belleza (aunque no la tengas) o tu brillante ejecución del crecimiento mientras te pellizcan el cachete insensibles a tu embarazo evidente. Ahora es el jubilado del octavo el que, al menos sin catarnos los mofletes, nos dice lo jóvenes que somos para dar pie a una exposición de sus cualidades de entonces, cuando tenía nuestra edad; lo bueno es que ahora podemos argüir la prisa para abreviar el encuentro. Quizás me convierta mañana en un individuo diferente, un nuevo distinto, un mutante que chapotea en las aguas sagradas que van a dar al mar y acecha conversaciones con el semidesconocido del 1º C para sentirse fluir. Después, la gran diferencia, de la que nadie ha vuelto para asegurar que sea la última.