31 octubre, 2004

Otoño

Es el final de Octubre, el viento agita los árboles y la tarde ha caído demasiado pronto sobre la ciudad. El Verano está demasiado lejos para el tiempo transcurrido y una sensación de Invierno se ha posado sobre mi corazón. No hay mar ni gaviotas en este cielo prematuramente oscurecido de la ciudad . Madrid es así, un enjambre enloquecido sin mar ni gaviotas; por eso escapamos en los duros meses del estío hacia otros cielos que los tengan, y nos traemos su recuerdo para atenuar el impacto demoledor de su ausencia. El sonido del mar es un bálsamo que cura las heridas de las bocinas y los motores incesantes, los gritos destemplados de las gaviotas: una postal sonora que nos trae a la memoria ese momento puntual en que fuimos libres. Seguramente, los pescadores de todas las costas, arrullan sus ansias de ser libres con la música odiosa de las grandes ciudades, que visitan por no vernos cuando vamos a su prisión perfumada de vientos y mareas. El Paraíso es siempre el otro extremo de las cadenas tenues que nos ciñen, porque somos libres de romperlas…si no fuera por el miedo a empezar otra vez.
¿Porqué me siento prisionero de la estación de lluvias?, ¿porqué me parece que todo sería mejor si mis pasos hollaran senderos lejanos?. Somos aves migratorias del espíritu, que vuelan siempre en dirección opuesta a las tierras que aramos por miedo al vuelo; y soñamos que volamos, y soñamos que soñamos, que los besos son más dulces en labios desconocidos. Porque el mundo es el que es y nosotros quienes somos, hay un dolor angustioso en saber que si trepamos a la montaña más alta nos perderemos el llano.
Es el final de Octubre, y me siento como si fuera el final de una era; y ya nunca volveré a ser el mismo. Debiera alegrarme esta circunstancia, pero no sé porqué esto no ocurre.