24 noviembre, 2004

Deidad

Los dioses se han acostumbrado a que los hombres se acerquen a ellos a pedirles dádivas, por eso no se apiadan. Los dioses son seres contrariados a veces, y se irritan cuando les importunamos con nuestras intromisiones en busca de favores. Sé esto porque yo también soy un dios, el ser supremo del pequeño mundo que habita y tutela; soy un júpiter de jardín, que con su clemencia intermitente, protege o aniquila a los bichos de su reino anónimo.
No se necesita un talento especial para el ejercicio de la supremacía cuando tus sectarios son débiles, se puede ser injusto o magnánimo en cualquier edén en miniatura, sin que trascienda a otros olimpos más comprometidos con la justicia divina al uso o el Código civil; en cualquier caso nuestras víctimas aceptaran nuestros designios con el sólido argumento de nuestra insondabilidad. En realidad se nos teme; y así vamos todos, adorados solo por nosotros mismos; y adorando a quienes debemos, por esa razón siempre oscura, un ciego vasallaje. Siempre hay un dios detrás de la frontera de lo que no podemos entender, y estos niveles de percepción confusos, se hallan, no más allá de las estrellas, sino en las simas oscuras de nuestras almas temerosas de saberse sin protección o guía.
Los dioses están solos, porque en la cima no hay más lugar que para uno, igual que en el último escalon del Averno, o en las noches desesperadas de cada uno de nosotros.