08 agosto, 2004

Demonios en el café

Los días pasan a cámara lenta, como un sueño recurrente de parálisis aterradora en la que es imposible escapar salvo despertando. Suspiro por una vida mejor, pero no sé exactamente qué es lo que esta debería ser. Dios me ha abandonado, como a los creyentes y a los no creyentes, porque esta es la forma inequívoca en que el Supremo suele manifestarse; solo el Enemigo permanece a mi lado, refunfuñando sus coartadas de azufre. A él le bastan mi desazón y mi miedo para alimentarse, y me prepara un cóctel de nihilismo y Alzheimer a cambio de mi alma.
Envejezco en el ansia que lanza miradas en pos de las muchachas, en la incapacidad efectiva para las proezas físicas y la esperanza. Lejos de la peonza y la petanca, me arrastro entre los añicos de las ilusiones del pasado; débil en extremo para la ambición que debiera guiarme o al menos, mantenerme en pié.
Asisto al cortejo del dinamismo salvaje del mundo como quien observa el ritual desconocido de una tribu antigua. Miro el espectáculo sin entender, mientras Luzbel me desparrama las babas por el mentón con mi bufanda de acrílico innoble. Se turnan los demonios para atenderme en estos mis últimos días; quieren asegurarse de que no quebraré mi promesa. Algunas noches me dejan solo y sueño que vuelo sobre el mar, o que me aman quienes no me amaron, que vuelven los que se han ido y que soy el que nunca fui. Pero al abrir los ojos, me espera Belcebú con un espejo. A veces creo recordar cual fue mi beneficio en este pacto con los demonios, pero mi mente se confunde al instante y solo soy consciente de mi deuda. ¿Dos de sacarina? me pregunta Lucifer con su sonrisa siniestra y la cafetera Volturno en la mano; asiento en silencio y ambos saltan dentro de la taza. Mientras tomo el café, me pregunto sobre la utilidad que puede reportarles un alma como la mía, y en un momento, me parece oír a Dios riéndose con ellos.