19 julio, 2004

Sobre la inmortalidad de los gorriones

Habiendo estudiado concienzudamente la demografía de las aves de mi barrio, he llegado a una única conclusión: La inmortalidad de los gorriones.
A lo largo de dos décadas involuntarias de estudio, he visto gatos zamparse a las estúpidas y odiosas palomas, he contemplado los cadáveres de los negros y melodiosos barítonos de la madrugada; y hasta las urracas, con sus elegantes casacas tornasoladas, me han enseñado su vulnerabilidad en una tarde de Verano. Lo que nunca me ha sido dado ver, es a la muerte acunando a un gorrión.
Debí haberle preguntado al respecto al Piponcio Majareta, un gorrioncillo que se coló en mi casa en una mañana de hace justo un año.
El que comiera migas de pan y trozos de queso de mi mano era sorprendente, pero el que viajara a hombros como un papagallo de novela antigua, se dejara fotografiar; y que mordisqueara mi cadena y los cables del ordenador, me dejó perplejo.
Vino para anunciarme que se acababa un amor que nunca había empezado; pero hizo tal alarde de desfachatez, que no pude menos que ceder a su embrujo, poniendo al romance frustrado en el segundo plano que al parecer, le correspondía.
Este es mi modesto aporte a la sociedad que me cobija, mi pequeña contribución a la sabiduría del procomún en agradecimiento a su hospitalidad: Los gorriones son inmortales; y enseñan, a quienes quieren aprender, que los sueños van y vienen, y tenemos que aprender a aceptar y disfrutar sus escalas en nosotros.