23 julio, 2004

Musas y diosas

Hay una superioridad soterrada en la inferioridad física de las mujeres con respecto a los hombres; estos pueden (y no se han cortado a lo largo de la historia) doblegarlas a través de la fuerza, pero no han podido nunca con su determinación y perseverancia. Dotadas de una longevidad y resistencia mayor que la de los machos, han tenido desde siempre que desarrollar armas sutiles con las que equilibrar la balanza del poder con estos. Es la personalidad, aliada a la belleza en sus diferentes formas, la que hace que una mujer se convierta en una deidad para unos y un ente demoníaco para quienes están enfrentados a su poder. Las diosas de la belleza física, son los futbolistas del Olimpo, con un período de caducidad grabado en sus coronas de princesitas del capricho masculino. Su reinado celestial está acotado por la pervivencia de sus atributos o la sabia elección de la cosmética. En cambio, las diosas de las ligas profesionales son las que consiguen aunar a su atractivo, todas las ventajas con que natura ha decidido compensar a las féminas. Capaces de modular sus deseos, conocen los secretos de la seducción y saben como minar el músculo, domar los venenos y los caballos de Troya.
Eternas musas de sus aspirantes a súbditos, sufren como todos, pero sacan conclusiones provechosas de los sinsabores y aprenden (en general) más deprisa que sus compañeros de viaje. Su habilidad esencial consiste en saber escoger el punto justo en el que descargar su poderío o, llegado el caso, crearlo. Hay en el hombre más insignificante, un deseo vehemente de domeñar a las hembras en general y a las dominantes en particular, porque ello les encumbra en el terreno áspero del dioserío de las gónadas externas. Pero no hay conquista capaz de inhibir la siguiente, y se ven abocados a adorar a muchas, en un politeísmo lascivo y atolondrado.
Creo que el estado de musa y de diosa es un acontecimiento simultáneo en la pecepción de los adoradores, la elección final siempre reposa entre las impenetrables sombras del patio trasero de la mirada de estos magníficos enigmas que nunca pude poseer del todo. Porque no puede poseerse aquello que sentimos superior a nosotros, por naturaleza o elección propia.