23 marzo, 2005

Historia de una morena (I)

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Hay veces en que el destino se apiada y te regala un sueño; en que dejas de ser el insignificante al que te has acostumbrado y confabula para que te sientas, no ya importante, sino el centro del universo.
Había sufrido un revés tremendo; saber que la mujer con la que has vivido algunos años había tenido al menos un par de amantes, destroza a cualquiera. Me pasé más de un año sintiéndome un imbécil, y tan débil que resultaba invisible. A la misma edad de Cristo, me veía crucificado, era un muerto con los brazos abiertos, anhelando y temiendo una Magdalena que lavara las ofensas que me habían herido. No sé si es que olía a lágrimas o el que uno es más bajito y más feo cuando está triste, la cuestión es que necesitaba un abrazo de mujer (y porqué no decirlo, un poquito de sexo) para romper el penoso hechizo, pero no conseguía siquiera acercarme a ellas.
Fuí un mero espectador en el milagro; un amigo me contó que había conocido en Barcelona a una bailarina canadiense que vendría a Madrid a tomar clases con un renombrado maestro de flamenco, que era guapa y que él le había dicho que cuando viniera, le encontraría acomodo con algún amigo que dispusiera de espacio en su casa. Pensé que la historia estaba pensada para él, que siendo un tipo casado, salía con tantas tías en un año como yo lo había hecho en toda mi puta vida, por lo que accedí a la posibilidad con solidaridad y desapasionamiento. Un buen día me dijo que la bailarina venía a pasar 15 días a Madrid y que iríamos a buscarla al aeropuerto.
Allí estábamos, tras una puerta de cristales que cada tanto se abría para dejar salir a alguien cuando en un momento mi amigo dijo, "ahí está"; mis ojos, que andaban detrás de las nalgas de una rubia extranjera, no llegaron a tiempo y la puerta se había cerrado. Cuando se abrió otra vez la ví y me quedé paralizado, tuve que darme la vuelta para ocultar la cara de lelo que sabía tenía. Ella esperaba no sé qué, y la puerta se abrió muchas veces hasta que salió por ella. Era la criatura más bella que había visto nunca, al menos eso sentía; tenía los ojos verdes y brillantes, una sonrisa que te desarmaba y vestía de la forma más extravagante que llevara alguien desde los 70'. Es más, parecía una diosa hippie, menuda y de proporciones perfectas, con un acento francés que le sentaba de maravilla. De camino a casa, una angustia incipiente se apoderaba de mí; tener que ver de cerca durante dos semanas a tan exótica beldad, sabiendo que no era algo a lo que pudiera acceder me torturaba más de lo que me ilusionaba.