12 marzo, 2005

Gregorio

Hace muchos años, en Honduras, conocí a un viejo muy extraño. Yo trabajaba de camillero en un hogar para ancianos desvalidos. Normalmente me caían fatal todos aquellos gerontes maniáticos. Pero con aquel otro, hacía una excepción. No es que no tuviera manías, las tenía a docenas, pero cuando reflexionaba sobre un tema, tuviera razón o no, podías ver un enfoque diferente a las costumbres al uso. Era para mí como disponer de un libro ajado que tuviera una idea nueva, de tan vieja. Había sido cocinero, alcohólico y monje; "en ese orden", me dijo el primer día que le vi. Lo que nunca me confió es si esas actividades fueron sucesivas o simultáneas. Mucho me temo que esto tiene algo que ver con la triquiñuela que usaron los hermanos para deshacerse de él.
En los primeros días de las revelaciones del horrendo crimen en España en el 86, "Los crímenes de la calle Arturo Soria", decía La Gaceta, cuando aquel tipo había enterrado a docenas de personas en su jardín, le consulté su opinión acerca de lo que era uno de los pocos sucesos capaz de saltar las fronteras. En nuestro caso estaba el Océano Atlántico de por medio, pero la colonia española era importante y el tema se convirtió en un evento local. Creo que el tipo no llegó a ser juzgado porque se suicidó o lo "suicidaron", el caso es que una vez más se abrió la polémica sobre la pena de muerte.
Por venir de donde venía, para mí, la cuestión estaba clara, parecía decimonónico castigar de esa forma y lo dije; Gregorio me miró y apartó la vista inmediatamente(cosa que siempre hacía cuando lanzaba un desafío).
-Pena de muerte- dijo con desprecio, y volvió al silencio desafiante.
Le solté esa tarde todas las premisas que poco a poco habían ido moldeándome, Tuve por fin la ocasión de demostrar que ya me había bajado del árbol. Mi discurso fue entre solemne y desenfadado, entre perdonavidas y definitivo; en el fondo creía haber merecido un aplauso. Por fin se desató, los trámites habían sido cumplidos y podía soltarme el suyo.
-La pena de muerte no puede ser un castigo, una vida miserable no vale lo que otra vida, ni puede matar uno a un hombre cien veces; la pena de muerte es la garantía de que, si algo así volviera a ocurrir, "todos" los personajes de la nueva tragedia serían otros.
Es una cuestión de economía, me dijo. -Con los recursos que se utilizan en castigar a un individuo irrecuperable, podrían crearse mejores condiciones para evitar que esta clase de seres prosperen.
Castigar es pensar en el problema, y suprimir, es poner un parche a la realidad, pero se parece más a la solución. A continuación, y tal como era su costumbre para acabar con las polémicas, se quedó dormido, o al menos eso me hizo creer. Esa noche hice que mi amiga del siguiente turno le llevara la cena fría, y estuve de morros con él durante una semana, pero una mañana, todo sonriente me conquistó otra vez con una historia de fantasmas en Buenos Aires.